Revista de estudios histórico-jurídicos
versión impresa ISSN 0716-5455
Rev. estud. hist.-juríd. no.36 Valparaíso 2014
http://dx.doi.org/10.4067/S0716-54552014000100038
BIBLIOGRAFÍA
Ribas
Alba, José María, Proceso a Jesús. Derecho, religión y política en la
muerte de Jesús de Nazaret (Córdoba, Almuzara, 2013), 300 págs.
Nos
presenta Ribas Alba el estado más reciente de su ya larga investigación
sobre el proceso a Jesús, un tema en el que se hacen particularmente
evidentes las recíprocas relaciones entre política, religión y derecho.
Por un lado, en la teocracia hebrea de la época de Jesús, la norma
jurídica es un trasunto de la norma religiosa, de modo que el delito se
distingue del pecado con gran dificultad. Por otro, la teología política
del Imperio romano postula una legitimidad divina del princeps y le
considera mediador entre los dioses y los hombres. En estas condiciones,
el mensaje y la figura del Nazareno no podían menos que chocar a la vez
con el judaísmo oficial y con la propia Roma, y así es como el proceso a
Jesús se erige en "modelo de acontecimiento histórico en el que sólo el
tratamiento simultáneo de los elementos políticos, religiosos y
jurídicos" allana el camino hacia la comprensión. Precisamente, lo que
hace el autor es aplicar la metodología específica de la historia del
derecho a un acontecimiento que, por lo demás, pertenece al campo de
estudio del denominado "Jesús histórico".
Lo
anterior es ceñidísimo resumen del prefacio, pero la verdadera
introducción se encuentra en el capítulo I. Aquí se trata
primordialmente el problema de las fuentes, cuáles son y qué actitud
debe adoptarse frente a ellas. Las fuentes principales son las de
inspiración cristiana, pero también las hay judías y paganas e incluso
datos de carácter arqueológico. De las cristianas, la credibilidad
histórica se concentra en los Evangelios canónicos y se asume según la
naturaleza propia de estos escritos, que son recopilación de testimonios
y no biografías de Jesús. Entre las fuentes judías, al lado del
historiador Flavio Josefo resultan útiles ciertos pasajes de la Misná,
el Talmud de Babilonia y los rollos del Mar Muerto. Una parte de este
conjunto corrobora de forma independiente la realidad histórica del
proceso y la muerte de Jesús; la otra revela la existencia coetánea de
comunidades judías cuyas expectativas mesiánicas ayudan a ubicar mejor
su figura y su mensaje, ofreciendo algo parecido a una "autenticación"
externa de los textos evangélicos. Por su parte, los datos
arqueológicos, contribuyen a fijar la topografía del proceso, desde el
lugar de la Última Cena hasta el Gólgota pasando por el huerto de
Getsemaní, la casa de Anás y Caifás, la sede del Sanedrín y el palacio
real de Herodes y el pretorio. Más aún, a la luz de las fuentes
literarias, esas informaciones indican la existencia de factores que
–como la amistad del tetrarca Herodes Antipas con Tiberio y el celo de
la casta sacerdotal en su defensa de la identidad judía– pudieron
condicionar la actuación de Pilatos en el proceso romano a Jesús.
En
cuanto a la actitud del investigador, como no se trata de escribir
literatura u otra cosa, sino de hacer historia, con o sin el fundamento
de la fe el tema de estudio no puede ser sino el Jesús histórico, "el
acceso al ‘Jesús histórico’ entendido como ‘historia de Jesús’". Ello
impone el rechazo de cualquier posición que, en lugar de colocar el foco
sobre la realidad –una sola y sólo una–, lo dirija hacia las plurales
narraciones que se nutren de ella, como es el caso de aquella corriente
actual que, tomando los Evangelios como fuente de investigación
exclusivamente filológica sobre ellos mismos (como fines más que como
medios), los inutiliza de hecho como vía de acceso a la realidad
histórica. Por otro lado, puesto que la realidad es única e irrepetible,
sólo el prejuicio y la falta de interés en conocerla pueden oponerse a
la armonización de los testimonios evangélicos, siendo así que no hay
otro camino más indicado para intentar "la recuperación de lo que
ocurrió". Propósito para el que asimismo es necesario rescatar la
dimensión judía de Jesús, toda vez que, si los otros protagonistas del
proceso consideraron punibles sus palabras y sus hechos, tal juicio tuvo
que basarse en las leyes de la época, tanto en las religiosas o penales
como, de modo muy especial, en las procesales.
Por
último, el proceso a Jesús se encuadra en un complejo escenario
político, social y religioso que el autor describe, con mucho acierto,
tomando la destrucción del Templo en el 70 d.C. como la atalaya que
mejor permite contemplar las tendencias que venían desarrollándose en
Palestina después de Herodes el Grande (40 a. C. - 4 a. C.). Tendencias
que son, en síntesis, la helenización de la realeza al mismo tiempo que
la monarquía se convierte en instrumento del poder romano conforme al
sistema de los "reges socii et amici populi Romani", la fragmentación
religiosa, política y jurídica y el fortalecimiento del peso político de
la aristocracia sacerdotal ligado a la implantación del régimen
provincial romano.
Los
dos capítulos siguientes estudian el proceso ante el Sanedrín. Con
algún esfuerzo, puesto que el autor no lo organiza en esta forma, el
contenido del capítulo II se puede desglosar en dos bloques temáticos.
Uno de ellos lo forma la exposición del núcleo del conflicto y de los
pasos a través de los cuales se fue gestando: mientras que Jesús se
presenta a sí mismo y su doctrina como la culminación de las profecías
mesiánicas, las autoridades judías llegarán a valorar el significado de
sus actos de muy otra manera. Jesús se proclama unigénito de Dios, se
atribuye el poder de perdonar los pecados y no duda en realizar
curaciones sin respetar el sábado. A ojos de los escribas (grupo en el
que predominan los fariseos), los herodianos y los sacerdotes, todo ello
configura un delito compuesto de inducción a la idolatría (apostasía) y
de blasfemia merecedor del máximo castigo.
En
el otro bloque cabe aglutinar asuntos de carácter más técnico como son
los referentes al tribunal competente, el derecho aplicable y los
prolegómenos del juicio propiamente dicho. La competencia pertenece al
Sanedrín, expresión de la identidad del judaísmo en cuanto comunidad de
religión y órgano que corona la organización jurisdiccional judía de la
época. Se trata de la suprema autoridad en materia teológico-jurídica,
por lo que, sin la presencia del gobierno romano, su jurisdicción sobre
los delitos capitales hubiera sido exclusiva. En cuanto a las normas
aplicables, teniendo en cuenta el predominio de los saduceos, Jesús
debió de ser juzgado con arreglo al derecho penal de este partido, más
severo que el de los fariseos y basado de forma más directa en la Torá.
Según el relato de Ribas, la actuación del Sanedrín comienza ordenando
una investigación previa en vista de la cual, dado que nadie puede
declarar a favor de sí mismo, Jesús invoca los testimonios de su Padre y
de las Escrituras: ningún testigo humano hubiera podido confirmar su
filiación divina. En torno a la fiesta de Sucot del año 29
(septiembre-octubre), una orden de comparecencia indica que el proceso
penal ya ha sido incoado. No mucho después, el Sanedrín delibera
nuevamente y, aun sin condenar todavía a Jesús, concibe (ß???e??) el
propósito de darle muerte y ordena su arresto; la presión aumenta y
Jesús se aparta de la vida pública, pero irá a Jerusalén para la Pascua
(marzo-abril del año 30). Sabiéndolo, el tribunal se reúne por tercera
vez en casa de Caifás y decide prender a traición a Jesús después de la
fiesta y eliminar también al resucitado Lázaro.
En
este punto, el relato del iter procesal se suspende para dar cabida a
otras dos cuestiones: la amonestación previa del acusado y la lapidación
extrajudicial. Lo primero es una característica del proceso penal judío
que pretende, en especial en los delitos de opinión (y el de Jesús era
uno de ellos), dar al reo la oportunidad de retractarse. No hay sobre
esto textos evangélicos pero el autor argumenta bien su convicción de
que Jesús fue intimado con tal finalidad, ya que se trataba de un
trámite reglado del proceso. Por lo que respecta a la lapidación, los
tres conatos sufridos por Jesús se explican como manifestaciones
residuales de justicia popular que –basada en un "derecho popular
extrajudicial", pero contando también con cierto respaldo normativo– era
aceptable todavía en los casos de inducción secreta o pública a la
idolatría (mesit, maddiah) y de blasfemia; la lapidación presupone el
karem de quien la sufre, esto es, una especie de exclusión o muerte
civil que recuerda la sacertas romana.
El
relato del proceso se reanuda en el capítulo III. Estamos en abril del
año 30, tiempo de Pascua. La entrada de Jesús en Jerusalén en medio de
una multitud que lo aclama "como rey libertador, como ungido de Israel,
como mesías", ofrecerá al Sanedrín el mejor argumento para esgrimir ante
el tribunal del procurador romano: en efecto, el elemento determinante
de la decisión de Pilatos de condenar a Jesús será la auto-atribución de
la condición real. De inmediato, la expulsión de los mercaderes del
templo añade una prueba más de heterodoxia con la ventaja, para el
Sanedrín, de tratarse de un hecho visible que se produce cuando el
juicio ya está muy cerca. Después de la Última Cena –de carácter pascual
pese a la aparente discrepancia entre los sinópticos y el Evangelio de
Juan–, Jesús es arrestado en cumplimiento de la orden de detención
dictada unos meses atrás; con la colaboración de Judas, el arresto se
efectúa por policías del templo bajo supervisión directa del Sanedrín.
Anás interroga a Jesús y, sin haber conseguido que se retracte, lo envía
atado al sumo sacerdote Caifás. El juicio ante el Sanedrín es
inminente, pero Ribas abre un largo paréntesis para explicar una serie
de puntos que permitirán al lector entender mejor su significado: el rol
del Sumo Sacerdocio al frente del "Estado judío"; la recobrada
relevancia del Sanedrín bajo el gobierno romano; su composición
tripartita en época de Jesús: sacerdotes, aristócratas laicos y escribas
o expertos en la Ley; el predominio en el seno del tribunal del partido
saduceo y de la correspondiente doctrina jurídica; las dudas sobre la
vigencia de la Misná antes del año 70 y, en consecuencia, la cautela
necesaria a la hora de valorar el juicio a Jesús desde el prisma de ese
"código ideal del rabinismo"; la tensión entre la autoridad romana y el
Sanedrín por la tendencia de este órgano a imponer, pese a carecer de
tal competencia, la pena de muerte en casos de especial gravedad
teológica.
El
examen reposado de estos aspectos, y sobre todo del último, plantea el
interrogante fundamental de si las actuaciones ante el Sanedrín fueron
en sí mismas un juicio o sólo la fase instructora del juicio ante Poncio
Pilatos, único verdadero proceso que tuvo lugar y que concluyó con
Jesús condenado a la cruz. En otras palabras: ¿hubo dos juicios, uno
judío y otro romano o solamente un proceso romano? La tesis del juicio
único tiene a su favor la incompetencia del Sanedrín para imponer y
ejecutar sentencias de muerte y el silencio del Evangelio de Juan sobre
el proceso judío. No obstante, el autor, insistiendo en lo arbitrario de
contraponer los relatos de los evangelistas para quedarse sólo con uno,
defiende la existencia de un juicio judío y un posterior proceso
romano, ambos concluidos con sendas condenas a muerte de las que sólo se
ejecutó la segunda. Su posición se hace eco de las actuaciones
descritas en el capítulo II, que no hubieran tenido mucho sentido como
preparación de un proceso romano. Además, aunque el Sanedrín no dudase
en castigar con la muerte delitos tan graves como el que se imputaba a
Jesús, en el caso de éste la presencia del prefecto en Jerusalén durante
la Pascua seguramente excluyó la posibilidad de optar por un único
proceso judío. De cualquier modo, la condena del Sanedrín no fue ni
mucho menos inútil sino que debió de pesar lo suyo en el ánimo de
Pilatos.
Volviendo
al proceso judío, el primer paso es la búsqueda de testigos. Favorable
al acusado no hubo ninguno, pero quizá lo más significativo es que el
Sanedrín buscara concretamente "un testimonio contra Jesús, para
condenarlo a muerte". El proceso es a la vez de carácter religioso y
político como consecuencia de la naturaleza asimismo doble que presenta
el delito de blasfemia en el contexto de la teocracia judía. No es éste,
por otra parte, un delito definido con la exactitud distintiva de
nuestros tipos penales, sino un "soporte óptimo al que añadir otros
delitos conexos" susceptibles de reforzar la acusación principal. En
este sentido, aunque el anuncio de la llegada del reino de Dios hubiera
sido suficiente para condenar a Jesús, el mecanismo jurídico aplicado
por el Sanedrín consistió en acumular un conjunto de actos, cada uno de
ellos un delito con perfil propio pero todos asimilables a la blasfemia:
cuestiones relativas al Templo, la interpretación dada al sábado por el
acusado, la incitación a la idolatría, la arrogancia y el desacato a la
autoridad, la magia o hechicería. El sumo sacerdote conjura por Dios a
Jesús a que diga si es el Mesías y Jesús responde "Yo soy". Pregunta y
respuesta tienen todo un trasfondo que les confiere pleno sentido dentro
del judaísmo, de ahí su carácter crucial. En clave procesal, la
respuesta es una confesión en cuya sola virtud se podía condenar a Jesús
toda vez que así estaba previsto para los casos de incitación a la
idolatría. Y eso fue justamente lo que sucedió: la blasfemia flagrante
ante el propio tribunal hacía innecesarios los testigos, Jesús fue
condenado a muerte y entregado a la jurisdicción romana, siendo probable
que tal entrega no se debiera sólo a la limitación del Sanedrín para
ejecutar su sentencia sino a la exigencia jurídica y teológica de que
Jesús, en cuanto excluido del grupo, fuera ajusticiado por manos
infieles.
La
entrega a Pilatos es el momento clave de la Pasión y el enlace del
proceso judío con el proceso romano estudiado en el capítulo IV. En
Jesús se aunaban las dos tendencias del mesianismo judío, esto es, la de
un mesías-rey de la casa de David y la de la realeza directa de Dios.
El poder romano, incapaz de distinguir la naturaleza escatológica del
Reino que el Nazareno anunciaba, le juzgó y condenó porque su idea
monárquica chocaba de frente con la teología política imperial. Sentada
esta premisa, el autor, siguiendo en parte a Miglietta, explica que el
prefecto de Judea disponía de pleno imperium no obstante su
subordinación al legado de la provincia de Siria, lo que le permitía
aplicar por sí mismo la pena de muerte a los no ciudadanos. Siguen
algunas consideraciones sobre la posición personal del político Pilatos
ante el juicio a Jesús y sobre el carácter mayormente militar de las
funciones que le incumbían como prefecto; y ya por último, en la recta
final, la exposición de las bases y el desarrollo del proceso.
Una
cuestión previa es la de las facultades en cuya virtud se tomó la
decisión de matar a Jesús: la crucifixión no fue un mero ejercicio de
poder disciplinario (coercitio), sino el cumplimiento de la condena
impuesta en un proceso judicial (cognitio). Ahora bien, Ribas nos
recuerda que, aun para los casos de cognitio penal, en el ámbito de las
provincias se carecía de una normativa procesal detallada y que el
magistrado no estaba sujeto a los tipos penales propios de las
quaestiones perpetuae ni a un sistema de penas predeterminado. En todo
caso, Poncio Pilatos juzgó y condenó verdaderamente a Jesús; esto quiere
decir que no se limitó al exequátur de la sentencia dictada por el
Sanedrín. En cuanto al delito público por el que fue condenado, se trata
del crimen maiestatis, configurado como "una protección de la posición
constitucional del emperador" por la lex Iulia del 8 a. C. Teniendo en
cuenta, por otro lado, los renovados aspectos sacrales de la majestad
imperial, se comprende que el carácter bifronte del crimen maiestatis
–político y religioso a la vez– proporcionara el molde perfecto para el
juicio: por su pretensión mesiánica, a Jesús se le podía acusar de
adfectatio regni, pero además, al presentarse como Hijo de Dios, había
vulnerado "la posición del emperador en el plano de la teología
imperial". Todo ello permite apreciar la simetría existente entre el
delito de blasfemia judío y el crimen maiestatis romano.
La
cognitio comienza con la acusación del Sanedrín. A pregunta de Pilatos
Jesús se declara rey de los judíos, pero el prefecto sabe que tal
confesión no implica ninguna posición política de rebeldía. Sin embargo,
ante la petición de pena capital aprovecha que el acusado es galileo
para enviarlo a Herodes Antipas pidiendo a éste su parecer, lo que el
autor del estudio interpreta como una integración oportunista del
tetrarca en el consilium del magistrado. La devolución del acusado por
parte de Herodes es presentada como prueba de inocencia por Pilatos,
decidido ya a liberar a Jesús con el solo castigo de la flagelación. Si
su plan fracasó, fue debido a la interferencia del privilegium paschale,
o sea, al error de haber ligado el destino de Jesús al favor populi: la
multitud congregada ante el pretorio –"tratada de facto casi como parte
procesal"– impuso la liberación de Barrabás y Pilatos, por decirlo de
esta manera, perdió el envite. En este punto, Ribas se inclina a pensar
que la flagelación que ya había sufrido Jesús no era una pena accesoria
de la crucifixión sino, de acuerdo con el Evangelio de Juan, el
resultado de una primera sentencia que ahora el prefecto rectificará.
Bajo presión de la masa, en efecto, Pilatos, que por fin ha tomado
conciencia de la importancia del caso –tanto por la gravedad de los
cargos imputados como por el riesgo real de caer en desgracia ante el
César si libera al acusado–, dicta nueva sentencia y lo hace, siendo un
proceso capital, pro tribunali. La ejecución se sigue de forma casi
inmediata y el titulus crucis expresa sintéticamente el crimen
maiestatis por el que Jesús ha sido llevado a la cruz.
Hemos
tratado de condensar en un puñado de páginas el rico contenido de un
libro llamado a marcar un hito en la siempre atractiva investigación
sobre el proceso a Jesús. Conviene añadir que el autor se desenvuelve
con singular destreza en un campo ciertamente difícil de aprehender con
los instrumentos habituales del romanista, al que plantea, entre otros
retos, la necesidad de conjugar fuentes y materiales muy diversos y la
de abarcar una literatura extensísima que, por la propia naturaleza del
tema, desborda los estrechos límites de la historiografía jurídica. No
hace mucho se publicó una monografía igualmente importante de M.
Valpuesta titulada Jesús de Nazaret frente al Derecho. Estudio de un
proceso penal histórico (Granada, Comares, 2011). A diferencia de Ribas,
Valpuesta –bien es verdad que de forma muy moderada– critica la
tendencia armonizadora de los testimonios evangélicos, atribuye gran
importancia a su análisis filológico y concede primacía a los Evangelios
de Marcos y Juan como fuente sobre los aspectos jurídicos del proceso a
Jesús. Por otra parte, frente a la tesis del doble proceso defendida
por Ribas, en la interpretación de Valpuesta las actuaciones del
Sanedrín constituyen la fase de instrucción de un juicio único cuya
vista oral tuvo lugar ante el prefecto de Judea. Esta disparidad de
enfoques y resultados entre dos obras de parejas cualidades ilustra de
la mejor manera posible la perenne atracción hacia el tema del proceso a
Jesús sentida por los estudiosos del derecho romano.
Francisco Cuena Boy
Universidad de Cantabria
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